lunes, 18 de mayo de 2009

Un túnel a lo desconocido

Un viaje hacia lo desconocido siempre genera, inevitablemente, una sensación de ansiedad, y esta experiencia que voy a narrar no fue la excepción.
Oceanía era visto por mucha gente como un continente aislado del resto del mundo, pero a la vez como muy bello y recomendable de visitar. Aquel mayo de 1973, mientras en nuestra Argentina causaba revuelo la vuelta del general Perón, tomé algunas de mis pertenencias y decidí marchar hacia aquel lugar remoto dejando en Buenos Aires todos mis afectos. Las razones de esa elección fueron variadas, pero había una que era más significativa. Sentía que nuestro pueblo vivía inmerso en una hipocresía generalizada, y con todo lo que significaba la vuelta de Juan Domingo, me sentía muy solo, aislado en mis pensamientos e ideales. El hecho de irme tan lejos fue una especie de auto exilio, sentía que debía buscar una tranquilidad que en mi país no la iba a encontrar. Así que, aprovechando mi aceptable posición económica, decidí irme hacia aquellas tierras aisladas de todo conflicto social y político. Para una persona, nunca viene mal alejarse de su propio entorno.
Para entretenerme en el viaje, le pedí prestado a un amigo “El túnel”, ya que luego de haber leído “Sobre héroes y tumbas”, Sábato me había dejado sorprendido. Quizás esta grata sorpresa se debía a mi poca afinidad con la lectura autóctona de mi país. A la elección del libro también ayudó su pequeño tamaño, lo cual facilitaba enormemente su traslado al no ser ni pesado ni incómodo. Paradójicamente, el traslado hacia tierras australianas fue muy largo, mientras que la novela era corta. Además, al ser llevadera, terminé el libro mucho antes de llegar a destino, y eso hizo que me entretuviese observando con detenimiento la tapa del ejemplar: de fondo negro azabache, contenía en su parte superior una imagen que, además de llamativa, daba la sensación de que cada persona le podía dar una interpretación distinta. Así que el resto del viaje me pasé pensando en esa ventana abierta que permitía ver el mar y a una joven caminando por la arena. Parecía como si la tapa del libro fuese un espejo en el cual me veía reflejado, porque inconscientemente pensaba que lo que yo necesitaba era ese andar largo y tendido por las orillas del mar, y no ser aquella persona que miraba desde la ventana, encerrado, absorto en sus problemas.
Lo que nunca hubiera pensado era que al llegar a Australia, me iba a encontrar inmerso en un túnel, justamente. A dos días de haber llegado, uno de esos imponderables de la vida cotidiana que no se pueden manejar, hizo que me quede en la ruina: fui asaltado en los suburbios de Melbourne, por lo que perdí gran parte del dinero con el que contaba. Me sentía totalmente desprotegido, solo, al otro lado del mundo, pero con una compañía fiel: el libro, al no hallarse en el bolso que se llevaron los malhechores, me seguía perteneciendo, así que sentí cierta calidez cuando llegué a la casa que estaba alquilando y observé que todavía conservaba algunas cosas, entre ellas aquel texto. Rápidamente hice la denuncia del robo, pero los policías me dijeron que no había mucho que hacer, por lo que mi próximo objetivo era buscar una casa más barata. Racionalizar los gastos era algo que nunca había tenido que hacer, pero aquella situación lo ameritaba.
El momento más duro de las “vacaciones” quizás haya sido ése, porque se me hizo muy difícil conseguir un alquiler más accesible, pero más tortuosos eran los momentos en que tenía que comer. Oceanía vivía una etapa de estabilidad, pero por esos vaivenes numéricos complejos que nos afectan a todos, los alimentos solían subir de precio muy a menudo. Finalmente, resolví esos momentos de zozobra consiguiendo que una familia humilde pero trabajadora me ofreciese quedarme a vivir con ellos un tiempo. Ellos necesitaban alquilar para tener ingresos, yo precisaba un techo accesible y un poco de afecto: todo cerraba a la perfección. Cosas del destino, la casa estaba ubicada a unas cinco cuadras de donde me habían asaltado...
Las cosas que aprendí de esa familia y el trato humano que recibí, sobre todo de David, el padre de la casa, son de un valor inigualable. En una ocasión, me sorprendí a mi mismo mientras escribía una carta a mis padres para contarles todo lo que había vivido, ya que en una parte, muy inconscientemente, había escrito “No sabés vieja, a veces me comporto como lo hacía con los abuelos: malcriadamente. Esta gente es buenísima, me da todos los gustos, así que como recompensa pienso regalarle a Joe (es el hijo de David y Nora) el libro de Sábato que me traje. Sí, ya se que no es mío, pero después arreglo con Juan.” Realmente, lo de regalar el libro se me ocurrió mientras escribía la carta. Y estaba decidido a hacerlo, porque un día lo sorprendí al niño leyendo el libro, o intentando, ya que no entendía el español.
Transcurrió una semana, que en realidad parecieron pocos días, en la que pasé de estar totalmente perdido y desorientado, a un estado de alegría y satisfacción como nunca antes me había ocurrido. Pero ya era hora de volver a la realidad de los Cámpora, de los Perón...Así que el último día, cuando ya empezaba a despedirme, David sacó a relucir su cordialidad en su máxima expresión: organizó, junto con algunos vecinos, una despedida para ese argentino que se había entremezclado entre ellos en conversaciones, juegos y anécdotas. Por lo que cuando el cielo se puso totalmente oscuro, las mesas cedieron su lugar para que pudiésemos bailar.
El momento de la despedida no fue fácil. Tal como lo había pensado, le regalé “El túnel” a Joe, quien me miró encantado y se quedó mudo de emoción. Quizás en ese momento no lo iba a leer, pero yo estaba seguro que ese niño algún día iba a aprender la lengua española, aunque fuese solo para develar el misterio que guardaba el texto y esa imagen tan significativa, a la cual seguramente él ya le hubiese encontrado también una explicación.
Ya de vuelta en el avión, me di cuenta que viajaba de manera contraria a como lo había hecho a la ida: mientras que a Australia llegué con cosas personales pero con una sensación de viajar hacia lo desconocido, me estaba volviendo sin nada material conmigo, pero sí con una imagen del pueblo de Oceanía que difícilmente me pudiesen cambiar. El túnel no era tan negro como pensé en un principio, porque luego de recorrerlo, logré divisar su final.

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