miércoles, 27 de mayo de 2009

Tapados por el agua

Las primeras gotas cayeron a la altura de Benavídez, en la mitad de nuestro primer trayecto. Aún no se hacían presentes los primeros rayos del sol, ya que eran alrededor de las seis y media de la mañana. No puedo decir que la lluvia nos sorprendió, porque el pronóstico de la noche anterior alertaba sobre una posible tormenta en el Gran Buenos Aires. En ese momento, el tren ya iba considerablemente lleno, ya que desde la lejana Zárate venía levantando gente que, en su mayoría, viajaban hacia sus trabajos. Pero nosotros tomamos aquel transporte de la línea Mitre (que termina en Ballester) no con la obligación de ir a trabajar, sino que lo nuestro se aproximaba más a una aventura que, aunque organizada, tenía mucho de improvisación. Aunque dudo en afirmar que toda improvisación esté librada al azar, nuestro caso no fue la excepción, porque sabiendo de la probabilidad de lluvia, salimos igual a desafiar a la naturaleza. Ni siquiera el reloj nos corría, aunque en el momento en que el chapoteo de las gotas se empezó a mezclar con el ruido constante producido por los rieles, muchos de mis compañeros de viaje se iban quedando dormidos. Yo no lograba conciliar el sueño, así que me entretuve observando el poco paisaje que se podía contemplar por obra de la oscuridad. Aunque los primeros rayos aparecían tímidamente...
La meta del ya mencionado viaje era ir hasta La Plata, más precisamente al museo de ciencias naturales. La idea surgió a mediados de enero de este último verano, y la pudimos concretar la primera semana de febrero. Sabiendo que el trayecto hasta La Plata en tren nos iba a demandar unas cuantas horas, decidimos que lo mejor era salir temprano desde Escobar, por lo tanto, para evitar la costumbre que tienen algunos rezagados, nos pusimos de acuerdo para juntarnos en la casa de una de mis acompañantes la noche anterior, y de esa manera poder estar ya todos juntos. Pero entre mateadas y anécdotas, lógicamente no dormimos, ni siquiera una hora. Creo que ahora es evidente por qué la mayoría se durmió en el tren cuando en realidad era la hora de despertarse. De esta manera, más allá de nuestro cansancio (que era evitable), partimos con mucha ansiedad desde la estación de nuestra Escobar natal con destino a la ciudad de las diagonales. En aquella unidad de la línea ex Mitre nos embarcamos, en total, 8 compañeros ávidos de conocer.
Volviendo al tren, no hacía media hora que habíamos partido que el tiempo ya nos había puesto una piedra importante y molesta en el camino: una lluvia tenue que amenazaba recibirse de fuerte tormenta. La decisión estaba tomada. Hacia atrás no íbamos a volver, ya que una vez que el viaje había comenzado, también habría de finalizar. El problema, más allá que la lluvia fuese molesta, fue que realmente subestimamos el clima y no fuimos precavidos, por lo que no teníamos ropa para resguardarnos del agua en nuestros bolsos. Con este panorama, tras una hora y media de viaje, llegamos a Retiro, donde luego de comprar unas facturas para desayunar, nos tomamos el subte hasta Constitución. Fue la llegada a esta estación en donde personalmente comprendí que, por lo menos a partir de allí, todo lo que vendría sería totalmente desconocido para mí. Por empezar, jamás había estado en Constitución, así que tampoco había viajado en el Roca, ese tan famoso tren en el que se viven tantas situaciones raras, desde ver a la cantidad de gente que marcha hacia sus trabajos apiñadas en un mismo vagón (situación que, aunque se repita en todos los medios de transporte, me llamó especialmente la atención en ese viaje), hasta ver a vendedores que le ofrecen a uno las cosas más exóticas que se puedan imaginar (desde un grabador salía música romántica, más precisamente de José Luis Perales, promocionándola para su venta).
A esa altura del día, nos encontrábamos todavía optimistas respecto del tiempo, ya que en ese entonces, la “lluvia” no pasaba de llovizna. Sin embargo, y luego de un divertido y raro trayecto en el Roca, al llegar a La Plata, el optimismo se convirtió en pesimismo, y la alegría y tranquilidad que teníamos, en plena incertidumbre. El agua ya no era promesa, sino realidad. El cielo se había pintado de un gris tan oscuro que hacía inverosímil la idea de que la lluvia cesase. Sin embargo, por más que el panorama no fuese el mejor, estábamos firmes y con ganas de seguir el recorrido. Si luego de cuatro horas de viaje nos poníamos a pensar en negativo, hubiese sido todo en vano.
El objetivo real de semejante viaje era el museo de ciencias, así que hacia allí fuimos una vez fuera de la estación de La Plata. Afortunadamente, teníamos bien estudiado el camino desde donde estábamos hasta el tan famoso Bosque platense, allí donde se encuentra el museo. Una vez llegados a la entrada, nuestro ánimo había cambiado: era una mezcla de incertidumbre por conocer, y de bronca y resignación por estar mojados de pies a cabeza. Era cerca del mediodía y algunos ya pensaban en donde podríamos comer. Todas estas variables produjeron un cóctel raro mientras recorríamos el magnífico museo, a tal punto que muchos sectores los recorrimos en grupos separados. Es evidente que hasta en los grupos unidos hay ciertas rispideces, pero en este caso por suerte las pudimos superar sin mayores inconvenientes. El problema fue que la lluvia siguió siendo tan constante que, luego de visitar el museo y comer algo en el primer local que encontramos, no tuvimos más remedio que volvernos. La idea en un principio era aprovechar el viaje que habíamos hecho para conocer más a fondo la capital de la provincia, pero esta quedó trunca al comprobar que, definitivamente, el agua nos había tapado...
Finalmente, y tras unas tres horas en La Plata, nos propusimos regresar a Escobar, por lo que viajamos unas cuatro horas más, de las cuales sólo en una habremos estado despiertos. El cansancio había derrotado cualquier sentimiento negativo. El balance de la experiencia fue raro, porque si bien pasamos un buen momento todos juntos, sentíamos que ese viaje, sin lluvia que molestara, hubiese sido mucho mas provechoso. Para colmo, al llegar a Escobar, la sorpresa fue grande al ver que el caprichoso clima se había decidido por dejar que el sol domine sobre el mal clima. Cosas que pasan.

lunes, 18 de mayo de 2009

Un túnel a lo desconocido

Un viaje hacia lo desconocido siempre genera, inevitablemente, una sensación de ansiedad, y esta experiencia que voy a narrar no fue la excepción.
Oceanía era visto por mucha gente como un continente aislado del resto del mundo, pero a la vez como muy bello y recomendable de visitar. Aquel mayo de 1973, mientras en nuestra Argentina causaba revuelo la vuelta del general Perón, tomé algunas de mis pertenencias y decidí marchar hacia aquel lugar remoto dejando en Buenos Aires todos mis afectos. Las razones de esa elección fueron variadas, pero había una que era más significativa. Sentía que nuestro pueblo vivía inmerso en una hipocresía generalizada, y con todo lo que significaba la vuelta de Juan Domingo, me sentía muy solo, aislado en mis pensamientos e ideales. El hecho de irme tan lejos fue una especie de auto exilio, sentía que debía buscar una tranquilidad que en mi país no la iba a encontrar. Así que, aprovechando mi aceptable posición económica, decidí irme hacia aquellas tierras aisladas de todo conflicto social y político. Para una persona, nunca viene mal alejarse de su propio entorno.
Para entretenerme en el viaje, le pedí prestado a un amigo “El túnel”, ya que luego de haber leído “Sobre héroes y tumbas”, Sábato me había dejado sorprendido. Quizás esta grata sorpresa se debía a mi poca afinidad con la lectura autóctona de mi país. A la elección del libro también ayudó su pequeño tamaño, lo cual facilitaba enormemente su traslado al no ser ni pesado ni incómodo. Paradójicamente, el traslado hacia tierras australianas fue muy largo, mientras que la novela era corta. Además, al ser llevadera, terminé el libro mucho antes de llegar a destino, y eso hizo que me entretuviese observando con detenimiento la tapa del ejemplar: de fondo negro azabache, contenía en su parte superior una imagen que, además de llamativa, daba la sensación de que cada persona le podía dar una interpretación distinta. Así que el resto del viaje me pasé pensando en esa ventana abierta que permitía ver el mar y a una joven caminando por la arena. Parecía como si la tapa del libro fuese un espejo en el cual me veía reflejado, porque inconscientemente pensaba que lo que yo necesitaba era ese andar largo y tendido por las orillas del mar, y no ser aquella persona que miraba desde la ventana, encerrado, absorto en sus problemas.
Lo que nunca hubiera pensado era que al llegar a Australia, me iba a encontrar inmerso en un túnel, justamente. A dos días de haber llegado, uno de esos imponderables de la vida cotidiana que no se pueden manejar, hizo que me quede en la ruina: fui asaltado en los suburbios de Melbourne, por lo que perdí gran parte del dinero con el que contaba. Me sentía totalmente desprotegido, solo, al otro lado del mundo, pero con una compañía fiel: el libro, al no hallarse en el bolso que se llevaron los malhechores, me seguía perteneciendo, así que sentí cierta calidez cuando llegué a la casa que estaba alquilando y observé que todavía conservaba algunas cosas, entre ellas aquel texto. Rápidamente hice la denuncia del robo, pero los policías me dijeron que no había mucho que hacer, por lo que mi próximo objetivo era buscar una casa más barata. Racionalizar los gastos era algo que nunca había tenido que hacer, pero aquella situación lo ameritaba.
El momento más duro de las “vacaciones” quizás haya sido ése, porque se me hizo muy difícil conseguir un alquiler más accesible, pero más tortuosos eran los momentos en que tenía que comer. Oceanía vivía una etapa de estabilidad, pero por esos vaivenes numéricos complejos que nos afectan a todos, los alimentos solían subir de precio muy a menudo. Finalmente, resolví esos momentos de zozobra consiguiendo que una familia humilde pero trabajadora me ofreciese quedarme a vivir con ellos un tiempo. Ellos necesitaban alquilar para tener ingresos, yo precisaba un techo accesible y un poco de afecto: todo cerraba a la perfección. Cosas del destino, la casa estaba ubicada a unas cinco cuadras de donde me habían asaltado...
Las cosas que aprendí de esa familia y el trato humano que recibí, sobre todo de David, el padre de la casa, son de un valor inigualable. En una ocasión, me sorprendí a mi mismo mientras escribía una carta a mis padres para contarles todo lo que había vivido, ya que en una parte, muy inconscientemente, había escrito “No sabés vieja, a veces me comporto como lo hacía con los abuelos: malcriadamente. Esta gente es buenísima, me da todos los gustos, así que como recompensa pienso regalarle a Joe (es el hijo de David y Nora) el libro de Sábato que me traje. Sí, ya se que no es mío, pero después arreglo con Juan.” Realmente, lo de regalar el libro se me ocurrió mientras escribía la carta. Y estaba decidido a hacerlo, porque un día lo sorprendí al niño leyendo el libro, o intentando, ya que no entendía el español.
Transcurrió una semana, que en realidad parecieron pocos días, en la que pasé de estar totalmente perdido y desorientado, a un estado de alegría y satisfacción como nunca antes me había ocurrido. Pero ya era hora de volver a la realidad de los Cámpora, de los Perón...Así que el último día, cuando ya empezaba a despedirme, David sacó a relucir su cordialidad en su máxima expresión: organizó, junto con algunos vecinos, una despedida para ese argentino que se había entremezclado entre ellos en conversaciones, juegos y anécdotas. Por lo que cuando el cielo se puso totalmente oscuro, las mesas cedieron su lugar para que pudiésemos bailar.
El momento de la despedida no fue fácil. Tal como lo había pensado, le regalé “El túnel” a Joe, quien me miró encantado y se quedó mudo de emoción. Quizás en ese momento no lo iba a leer, pero yo estaba seguro que ese niño algún día iba a aprender la lengua española, aunque fuese solo para develar el misterio que guardaba el texto y esa imagen tan significativa, a la cual seguramente él ya le hubiese encontrado también una explicación.
Ya de vuelta en el avión, me di cuenta que viajaba de manera contraria a como lo había hecho a la ida: mientras que a Australia llegué con cosas personales pero con una sensación de viajar hacia lo desconocido, me estaba volviendo sin nada material conmigo, pero sí con una imagen del pueblo de Oceanía que difícilmente me pudiesen cambiar. El túnel no era tan negro como pensé en un principio, porque luego de recorrerlo, logré divisar su final.

martes, 5 de mayo de 2009

La reflexión: desencadenante lógico de la lectura

Si a una persona cualquiera se le pregunta como empezó su relación con el mundo literario, muy probablemente nos comente primero alguna experiencia relacionada con su infancia, momentos de nuestras vidas en los que todavía eran nuestras madres (en la mayoría de los casos) quienes nos narraban algún cuento. Me permito decir que yo fui uno de esos niños afortunados ya que, gracias a la predisposición de mis padres al tomarse un rato de sus noches para leerme algo, logré entender la importancia de los libros. Fábulas de Horacio Quiroga, cuentos de Disney, entre otras narraciones, fueron mis primeras relaciones con la literatura.
Ya con unos 7 años, sentí que debía empezar a leer solo, pero sobre todo eligiendo yo qué leer. Sin embargo, fue recién a los 11 años cuando mi mente hizo un “clic” y realmente me empezó a interesar la literatura. Quizás gran parte de ese logro se lo debo a J. K. Rowling y sus “Harry Potter”, porque me di cuenta que la vida no se terminaba en un partido de futbol, sino que había otras cosas igual que interesantes para hacer. Así fue que introduje en mi vida el hábito de leer. Fue, sin lugar a dudas, un período en el cual tenía devoción por los relatos fantásticos, porque además de los “Harry Potter”, también leí la trilogía de “El señor de los anillos”. Antes de seguir, me parece de gran importancia señalar que, gracias a estos libros, se dieron mis primeros debates grupales con mis amigos acerca de lo que leíamos, lo cual me ayudó mucho para leer con más atención, y así tener yo una opinión más formada sobre las lecturas.
Los años que siguieron, fueron marcados por los libros que leíamos en clase. Recuerdo con gran afecto uno en especial, que leí cuando tenía unos 14 años: “Rebelión en la granja” de George Orwell. A pesar de que nunca pude dilucidar claramente qué hecho de ese libro me marcó tanto, no creo que tenga tanta importancia, porque lo que me marcó realmente fue el libro en su totalidad. Aprendí muchas cosas a la vez, desde lo sucedido en la Revolución rusa y sus años posteriores (Stalin incluido), hasta abrir los ojos y ver que en la literatura, y también en la vida, no era todo color de rosas, sino que también podían ser espinosas. Después de todo, fue mi primera lectura con tonos políticos, problemas sociales, y contextualizada en una parte conflictiva de la historia mundial. Dos años más tarde, “La República” de Platón fue de gran ayuda para pensar y reflexionar temas complejos, lo que dio lugar a debates interesantes en todo mi curso.
Ya en el último año escolar, con el fin de prepararnos para nuestros futuros estudios, nos dieron para leer textos de esos que literalmente “te abren la cabeza”. Personalmente, recuerdo haber elegido para leer “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury y “1984”, también de Orwell. Ambos libros me hicieron pensar mucho sobre las posibles sociedades en las que podríamos vivir, por lo que sentí que mi capacidad de reflexión iba aumentando cada vez más. Admito que me sentí un poco resignado al leer los finales de ambas narraciones, porque entendí lo difícil de un cambio en una sociedad injusta, lo difícil de una revolución, lo difícil de ir en contra de un aparato estatal. Estos pensamientos y sentimientos se dieron, sobre todo, al leer “1984”, una obra maestra dentro de la literatura, y a la cual considero como mi favorita. Por este motivo, decidí volver a leerlo una vez adquirida más experiencia y conocimientos.
La primera vez que lo leí tenía 17 años, y como cultura general y experiencia de lector, todo lo aprendido en el colegio. Pero al año siguiente, cuando ya tenia 18 años y había cursado las seis materias del CBC, me sentía con ganas de leerlo de nuevo, para poder enfocar la visión desde un lugar diferente, con nuevos conceptos y, sobre todo, mas cultura y conocimiento. Al terminar de leerlo por segunda vez, tuve una satisfacción enorme al sentir que lo que buscaba con esa segunda lectura, lo había encontrado: poder tener una posición más crítica sobre los sucesos narrados en el libro, lograr ponerme en el lugar del protagonista y desde allí ver qué hubiera hecho yo o qué no hubiera hecho en determinada situación, etc. El protagonista, Winston Smith, estaba en contra de la ideología del gobierno del Gran Hermano, que no era una persona física, sino más bien el Estado Totalitario en toda su expresión. El problema de Winston, como de tantos otros ciudadanos, era el de querer rebelarse pero no poder hacerlo, ya que el castigo por ello sería fatal. Es en este punto donde me identifico con Winston. Si bien el personaje vivía en una sociedad donde hacer amistades, pensar distinto, y hasta alimentarse de más estaba visto como algo subversivo, mientras que yo vivo en una sociedad injusta, pero que permite (hasta cierto punto, pero lo permite) pensar distinto, tener amistades y ser más libres, el sentimiento y las ganas de que muchas cosas cambien, son comunes en ambos casos. Tanto en mi caso como en el de Winston. Siempre pienso que es más lógico que alguien que vivió durante la dictadura se relacione más con el personaje de Winston, pero también sé que de haber vivido yo en esa época, tan solo por ser un estudiante que pensaba distinto, podría haber desaparecido como tantos otros. Por eso creo que jamás me había identificado tanto con un personaje como con éste, quien deseaba fervorosamente el cambio, la sublevación, pero que también veía que el otro, sea su vecino, o su compañero de trabajo, se resignaba a la miseria en la que vivía y no protestaba para vivir de manera más digna.
Como cierre, quiero volver a destacar el aporte más significativo que, hasta el momento, me ha dado la literatura: la capacidad de reflexionar, de poder tener una opinión firme acerca de las cosas. Leer es maravilloso, porque el que lee, tarde o temprano, va a sentir que se le “abre la mente”.